Jaime García Chávez
25/07/2022 - 12:03 am
El país no es cortijo de López Obrador
México no merece bajar al estatus de república bananera.
En política exterior mexicana sigue la mata dando. De por sí resulta pedestre la tesis que ha sostenido de antaño el presidente López Obrador, de que su política exterior estará determinada por la interior, más pedestre se ve ahora que ha pasado a exhibirse ante el mundo entero como un político fanfarrón, en una esfera en la que se requiere rigurosidad y mucho cuidado.
Si cuando se dice política interior de lo que se trata es de la defensa de los intereses nacionales; resulta mejor decirlo en esos términos, porque es una obviedad que en la materia que me ocupa, el gobierno debe estar para obtener la escrupulosa salvaguarda del país.
Pero al paso que vamos, y dada la ruindad de lo que tenemos en presencia, pareciera que por “interior” se entiende Macuspana, el provincianismo extremo, que por cierto nunca ha sido la distinción de los gobiernos mexicanos desde mediados del siglo XIX, y no se diga las diversas doctrinas que en momentos muy difíciles ha orientado a la jefatura del estado.
Aún en aquellos casos en los que se han corrido riesgos, se ha optado por las mejores formas y los mejores contenidos. El gobierno de Andrés Manuel transita por otra vía, y es la de la frivolidad, que si fuera objeto de sus intereses personales, no habría mayor problema. Pero cuando es el conjunto de los intereses de un país como México, con más de 130 millones de habitantes, con la vecindad con los Estados Unidos, con la multipolaridad mundial que obliga a navegar de manera precisa, lo que puede suceder es el desastre y la falta de respetabilidad mundial.
Lo que nunca se debe hacer en política exterior es expresar bravuconadas, como pensando que el colmillo de las cancillerías de las potencias extranjeras no estuviera lo suficientemente retorcido para hacer la más puntual lectura de los desatinos que vulneran al propio país, en este caso México.
Hay bravuconadas memorables y más afortunadas, como aquella de Franklin D. Roosevelt, cuando dijo que Anastasio Somoza era “un hijo de puta”, pero para precisar el sentido de sus palabras, matizó: “…pero es nuestro hijo de puta”. Aún así, esa rispidez no se recomienda en el trato diplomático, y no porque deba ser solemne, sino porque detrás de los gobernantes hay pueblos que se ofenden grave e inútilmente.
Que un estadista de la dimensión del señalado se permita este lujo, es porque, ni más ni menos, ese somozismo fue una de las peores expresiones de dependencia y control de un estado por otro.
Pero el caso mexicano y su política exterior está en otra dimensión. No me quiero ir más lejos que la etapa de Juárez: el benemérito ganó nuestra segunda independencia del imperio de Napoleón III porque con toda nitidez hizo política internacional. En este marco se puede decir que ganó una guerra porque entendió las hegemonías que por aquel entonces querían repartirse Latinoamérica. Las más duras expresiones de Juárez contra el imperio, sus lacayos los conservadores monarquistas, fueron de una elegancia notable, y por eso perduran hasta nuestros días.
Lo mismo se puede decir de la Doctrina Carranza y del constitucionalismo que parte de 1917 con la defensa de la independencia de las naciones para constituirse en estado soberano, la autodeterminación, y la apelación a la idea de que los conflictos de tipo internacional se deban resolver por vías pacíficas, sin duda una idea que tiene como miga principal la debilidad mexicana frente a las grandes potencias.
Durante buen tiempo se criticó la política exterior mexicana por no tener un activismo mundial permanente, pero en el largo régimen autoritario, hubo momentos memorables, como defender Etiopía, la República española, el régimen cubano de los primeros tiempos, el apoyo sostenido que se dio a los demócratas de Chile, Argentina, Uruguay. El procesamiento mismo de lo que fue el TLCAN, con todos los vientos neoliberales que nos trajo, fue una experiencia en la que se pactaron mecanismos de arbitraje para dirimir conflictos, atentos a lo que se comprometió en la relación bilateral.
Igual ahora con el TMEC, que se firmó ya en este gobierno, se trabaron compromisos ineludibles, que para el caso de que presenten diferendos, sea de parte de México, de Estados Unidos o Canadá, van acompañados de complejos y costosos procedimientos de arbitraje. No puede ser de otra manera, si realmente lo que se pretende es la prevalencia del derecho y la propia soberanía en los asuntos internacionales.
De esto desprendo que la baladronada de responder a los Estados Unidos y a Canadá, reproduciendo en su pantalla de video mañanera al grupo La Crisis, del que fuera su amigo, Chico-Ché, y la cancioncilla de “¡Uy qué miedo!”, es una futilidad que puede vulnerar intereses nacionales, por una parte; y, por otra, poner la imagen de la política mexicana en situación de banalidad, falta de respeto y costos de una rivalidad que se alimenta con una canción tropical.
El país tiene compromisos internacionales y el principio de pacta sunt servanda está más que consagrado en el trajín de una cantidad enorme de tratados y convenciones bi o multilaterales. Y a un lado de los diferendos que surjan, están los propios mecanismos que las convenciones establecen para la resolución final de esos diferendos.
No hay necesidad de cantar tiros, desafíos grotescos y hacer bravuconadas. En su tiempo no lo hicieron los presidentes Juárez, Díaz, Carranza, Cárdenas, ni los próceres a los que les quema incienso el presidente. Cuando observo hechos como estos, no puedo más que pensar que a Andrés Manuel López Obrador se le ve como a Manuel Noriega, aquel presidente de Panamá que ya nadie recuerda, salvo porque con su ronca voz, y no se con qué canción, también dijo, a su modo, “¡Uy, qué miedo, mira cómo estoy temblando!”.
México no merece bajar al estatus de república bananera, con todo respeto a las repúblicas bananeras. El país no es cortijo de López Obrador.
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